Por José Watanabe
Este es un artículo publicado en la página Discover Nikkei, un proyecto realizado a través de la Fundación San Marcos, que consiste en la producción de artículos y álbumes, basados en la reflexión e investigación sobre temas relacionados con los inmigrantes japoneses y sus descendientes en el Perú.
Hace años mantengo con algunos amigos una chacota alrededor de mi supuesta incondicionalidad frente a lo japonés. Ellos fingen responsabilizarme por las fallas de sus aparatos de fabricación japonesa y yo simulo asumir esa responsabilidad. Sin embargo también me compensan: ¡Recibo las más gratuitas felicitaciones por las películas de Kurosawa! Pero al margen de esta anécdota, hay quienes suponen que los niseis efectivamente vivimos una dualidad cultural.
Es indudable que nuestra nacionalidad tiene algunos elementos peculiares en la medida que su formación ha sido influida por la cultura paterna (me refiero a ese conjunto espontáneo de maneras de ver y obrar de que hablaba Gramsci). Pero, muchas veces se olvida que la cultura de nuestros padres no permaneció intacta sino que recibió las influencias del medio y de la clase a la cual se incorporaron. Con los años nuestros padres llegaron a ser, por decirlo de algún modo, mestizos culturales. Yo vi este proceso en la hacienda Laredo. Trato de recordarlo en las notas que siguen.
Laredo era una puerta abierta hacia la Sierra. Allí se daban el encuentro los vendedores que bajaban con ganado y panllevar1 y los comerciantes intermediarios que venían de Trujillo. Después de las transacciones se almorzaba en las fondas de doña Santos Sato, de Nakamura, de Nakamine o en la chichería de Pancho Tamakawa. Ellos personalmente preparaban los platos regionales como si desde siempre hubieran conocido esta sazón.
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