Presentándolos como una cura milagrosa para todos los males, la industria nos rodea de publicidades y frascos de vitaminas y suplementos alimentarios, pero desde hace años los científicos ponen en duda su buena fama y hasta advierten de sus peligros.
Pero el público no escucha. En 2012, se reportó que más de la mitad de los estadounidenses consumieron vitaminas durante ese año y el mercado se mantiene activo de forma similar en Europa. En Latinoamérica, Brasil es el país donde más se comercializan y venden suplementos alimentarios, seguido por México. Aquí, el nivel de crecimiento en ventas de las vitaminas supera hasta al de las medicinas convencionales y, por su naturaleza, las compañías que los producen no necesitan tramitar pruebas de calidad y eficacia antes de llevarlos a las estanterías.
Pero el público no escucha. En 2012, se reportó que más de la mitad de los estadounidenses consumieron vitaminas durante ese año y el mercado se mantiene activo de forma similar en Europa. En Latinoamérica, Brasil es el país donde más se comercializan y venden suplementos alimentarios, seguido por México. Aquí, el nivel de crecimiento en ventas de las vitaminas supera hasta al de las medicinas convencionales y, por su naturaleza, las compañías que los producen no necesitan tramitar pruebas de calidad y eficacia antes de llevarlos a las estanterías.
En diciembre pasado, una insistente editorial de la publicación médica Annals of Internal Medicine tituló que las vitaminas y suplementos son un desperdicio de dinero. Y no sólo eso: podrían poner en peligro la salud de quien las consume.
Desde la década de 1940, numerosos estudios han demostrado que las vitaminas incrementan el riesgo de padecer cáncer y afecciones cardíacas, y muchos científicos han fundamentado sus reservas con decenas de estudios que reiteran los resultados.
Pero la idea de que las vitaminas son buenas continúa perpetuándose.
EL ORIGEN DEL MITO
La fascinación por las vitaminas nace de una hipótesis creada por Linus Pauling, uno de los padres de la química cuántica y la biología molecular, y activista ganador del Nobel de la Paz. A los 65 años, Pauling siguió la recomendación de un colega que le sugirió consumir 3000 miligramos de vitamina C por día para extender su vida. Pauling quedó fascinado por la idea.
“Empecé a sentirme más vivo y saludable”, diría más tarde. “En particular, los resfríos que sufría varias veces al año dejaron de ocurrir. Luego de unos años, incrementé mi consumo de vitamina C diez veces, luego veinte y luego 300 veces. Ahora son 18.000 miligramos al día”.
Desde entonces, el científico se convirtió en el primer defensor de la vitamina C. En 1970, publicó un libro donde recomendaba al público consumir 3000 miligramos diarios —50 veces más que el mínimo recomendado— para detener los resfriados comunes. El libro se convirtió en best seller y los laboratorios comenzaron a no dar abasto con la demanda.
Pero la hipótesis ya tenía fundamentos que la ponían en duda. En 1942, 30 años antes del libro de Pauling, tres médicos publicaron un trabajo donde determinaron que las vitaminas no tenían efecto para el tratamiento de los resfríos. Y, con la popularización del libro de Pauling, se multiplicaron otros estudios similares, aunque ninguno de ellos logró captar la atención del público.
En 1971, el científico fue un paso más allá y propuso que la vitamina C reduciría la tasa mundial de cáncer en un 10 por ciento. En 1977, dijo que lo haría en un 75 por ciento y que la esperanza de vida media de la población llegaría a los 100 años.
Pauling no veía fin a las bondades de las vitaminas. Eventualmente llegaría a decir que una combinación de vitamina C, A, E y otros suplementos podían curar virtualmente todas las enfermedades conocidas por el hombre: problemas cardíacos, enfermedades mentales, neumonía, hepatitis, varicela, sarampión, alergias, artritis, úlceras, fracturas, quemaduras y hasta rabia.
MÁS VITAMINAS, MÁS SUPLEMENTOS, MÁS RIESGOS
En 1992, la revista Time publicó una nota de tapa titulada “El verdadero poder de las vitaminas”, a la que se aferraron muchos lobbies de la industria farmacéutica estadounidense para generar interés por sus productos. Fue uno de los números más vendidos en la historia de la revista.
En 1994, el National Cancer Institute realizó un estudio entre fumadores, todos en riesgo de sufrir cáncer y enfermedades cardíacas. Se los trató con vitaminas y suplementos, y el resultado indicó que aquellos que los habían consumido tenían más probabilidades de morir de cáncer de pulmón o de afecciones cordíacas que aquellos que no. Fue también el año en que murió Paulings, luego de padecer cáncer de próstata.
Dos años después, el Fred Hutchinson Cancer Research Center condujo otro estudio. Esta vez, los sujetos habían sido previamente expuestos a asbesto, por lo que sufrían riesgo de cáncer de pulmón. Los sujetos recibieron el mismo tratamiento, pero el estudio se suspendió cuando los investigadores descubrieron que quienes tomaron las vitaminas y suplementos estaban de hecho muriendo de cáncer y de enfermedades del corazón con tasas un 28 o 17 por ciento superiores que quienes no los habían tomado.
En 2004, la Universidad de Copenhagen revisó catorce pruebas médicas donde más de 170 mil personas recibieron vitaminas A, C, E y beta caroteno para ver si los antioxidantes podían prevenir cáncer intestinales. Según los investigadores, “los suplementos parecieron incrementar la mortalidad”.
LA PARADOJA DE LOS ANTIOXIDANTES
Aunque los estudios jamás pudieron probarlo, Pauling creía que las vitaminas y los suplementos tenían una propiedad que al día de hoy vemos en toda clase de productos como si fuera una garantía de compra: los antioxidantes.
En la práctica funciona así: la conversión de alimento en energía se produce dentro de las mitocondrias —una de las partes de la célula— y el proceso requiere de oxígeno. Este proceso completo se denomina oxidación, y genera como resultado radicales libres que pueden dañar el ADN, la membrana celular y las arterias. Para neutralizarlos, el cuerpo produce sus propios antioxidantes, que también pueden encontrarse en alimentos como frutas y vegetales.
La lógica que se desprende es que, si las personas que consumen frecuentemente esas frutas y vegetales son más sanas, entonces quienes tomen antioxidantes como suplemento deben serlo también.
Pero el argumento es una falacia. Nuevas investigaciones demostraron que los radicales libres no son tan dañinos como se propuso inicialmente. Nuestro cuerpo los utiliza para matar bacterias y eliminar nuevas células cancerosas, pero, cuanto incorporamos grandes cantidades de antioxidantes, el balance entre la producción y destrucción de radicales libres se desequilibra, causando una depresión del sistema inmune. A esta teoría se la ha llamado “la paradoja de los antioxidantes”.
Y, mientras que las vitaminas podrían ser buenas en ciertas circunstancias —para personas con deficiencias nutricionales, por ejemplo—, muchos especialistas como los mencionados arriba enfatizan una sencilla idea: lo importante es mantener un hábito alimenticio sano. La correcta alimentación es la mejor estrategia para comenzar a mantener un estado físico óptimo y para obtener —y absorber— los nutrientes de la mejor forma.
Fuente: Discovery
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